El Dolor Mayor


 

El triste espectáculo de las prostitutas en las calles es algo que hace encoger el corazón; es un hecho ante el cual se guarda un silencio como de duelo, como el que corresponde al vacío de saber que en algo muy grande estamos fallando cuando una mujer debe acudir a las calles a vender su cuerpo a cambio de una míseras monedas que permitan comer algunos días. Ver ese cuadro es escuchar que todos como sociedad estamos cometiendo un gravísimo y mortal error que permite que un semejante debe o pueda llegar a ese extremo de autodesprecio.

Muchas son las causas por las cuales las personas llegan a las calles. Sociológicamente se ha disertado bastante sobre el tópico, y se ha debatido igualmente harto sobre causas y consecuencias. Frecuentemente el tema es tratado en los medios de comunicación. Pero en definitiva el hecho es que seguimos teniendo en las calle a personas bajo condiciones inhumanas que esperan allí a que la muerte, vaya tomando despacio sus vidas en un ritual macabro del que participan numerosos espectadores y otros tantos actores que van contribuyendo a esa degradación de la calidad humana.

Y he aquí que los tratados sociológicos no corrigen el problema, sencillamente, lo describen, lo estudian y lo categorizan dentro de un contexto, pero el continúa inmune en su propia condición. Aunque hay legislación que en teoría protege y defiende a los niños de la calle y sus peligros, la realidad nos muestra que la prostitución infantil continua siendo un lucrativo negocio que mueve cantidades millonarias en el mundo. De las naciones ricas acuden hordas de personas a hacer turismo sexual hacia los países pobres, buscando en forma confesa a niños inexpertos que no representen un riesgo para su salud, que no les contagien enfermedades, que no les conozcan.

Y si eso pasa con los niños ¿qué podemos esperar para los adultos?, no hay quien proteja al hombre de si mismo y de sus costumbres caníbales. En algunos países la prostitución es legal y se separa n zonas de las ciudades para esta actividad. Pero en el fondo nada de ello cambia el hecho de fondo, de que estamos hablando de una actividad que no dignifica al hombre, y por lo tanto no debería entrar en la definición de trabajo, nada cuanto digamos o hagamos para justificar esta actividad puede siquiera reflejar el profundo dolor de quienes son sus partícipes, la angustiosa soledad de quienes son sus víctimas.

Con la prostitución ha pasado que con el transcurrir del tiempo hemos tratado de justificar su actividad ante nuestros ojos, hemos tratado de ocultar sus desgarradoras obscuridades y sus miserias para no verlas. La hemos justificado por su antigüedad, porque sencillamente hemos sido sus cómplices. A lo sumo la consideramos un problema social, pero y de la naturaleza del hombre ¿qué?

¿En que he fallado, hermana para que tengas que arrastrar tu dignidad por esas aceras?, ¿cual es mi culpa?, ¿será el haberte enseñado a valorar más al mundo y sus objetos que tu cuerpo como templo del Espíritu Santo?, ¿será el no haberte cuidado pequeña niña, del abuso?, ¿tal vez el no haberte enseñado tu justo e infinito valor?, ¿será que no te hice sentir lo grandioso que es el milagro de la vida para que lo respetaras?. ¿Será el no haber estado a tu lado cuando sentiste la necesidad de alimentar tu estómago, para mostrarte con mi ejemplo que es lo digno y que aunque con poco es posible vivir con dignidad?, ¿he sido yo al inducirte la idea de dinero fácil, al usarte como un simple ser sin rostro, sin historia, sin sentimientos, sin personalidad?

¿En que he fallado que no he podido mitigar este dolor mayor de saber que mi paso tranquilo por las calles se soporta en la sangre, el sufrimiento y la muerte de mis semejantes? ¿Podremos hacer que sean restañadas las heridas que nos hemos infligido los unos a los otros?, ¿podremos aprender de nuestra propia naturaleza, podremos verdaderamente enorgullecernos de nuestra obra humana? Por eso, cuando las veo no puedo dejar de preguntarme si llegado el momento en que sean ellas las que nos miren podrán perdonarnos nuestro mundo, nuestra asquerosa naturaleza dual que besa una mejilla y abofetea la otra, no puedo dejar de preguntarme si podrán ellas sentirse amadas alguna vez en medio de nuestra sociedad.

Cada persona que tantea pasos en las calles oscuras, cada mano que se extiende para ofrecer un cuerpo es un angustioso grito de una fibra de nuestra propia naturaleza que nos espeta en la cara lo bajo que somos. Lo terriblemente crueles que podemos llegar a ser. No es necesario haber sobrevivido a un campo de concentración Nazi para aprender el valor y el significado de la vida, no es necesario adentrarnos en el turbio submundo de las cárceles para conocer el dolor y la bajeza humana, porque, al igual que el rostro de Dios, esa medida de lo bajo que podemos ser está allí en la calle, al alcance de todo el que quiera verlo. Cada mujer que se exhibe en la semioscuridad nos está recordando, que mientras ellas estén allí, nosotros aún no podremos ser llamados con propiedad y en forma íntegra hombres.

 

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